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Frank Lloyd Wright en perspectiva de sus mujeres

Frank Lloyd Wright en perspectiva de sus mujeres

Frank Lloyd Wright y su mítica casa-estudio Taliesin, visto desde el prisma de las tres mujeres más importantes de su vida.

No es la primera vez que T. C. Boyle, uno de los escritores norteamericanos más originales y desmesurados junto a Thomas Pynchon, incursiona en la ficción histórica o biográfica, sobre todo de personajes tan talentosos como egomaníacos. Esta vez es el turno del arquitecto Frank Lloyd Wright y de su mítica casa-estudio Taliesin, visto desde el prisma de las tres mujeres más importantes de su vida.

Frank Lloyd Wright, el gran patriarca de la arquitectura estadounidense, no fue lo que se dice un tipo con suerte. Taliesin, el sueño de su vida, la casa-estudio que construyó en una colina de Wisconsin para alejarse de los agobios del mundo, especialmente de los económicos, ardió hasta los cimientos en dos ocasiones. El primer incendio fue provocado por un empleado doméstico llamado Julian Carlton, que no sólo arrasó con fuego la vivienda sino que antes se encargó de matar a la amante del arquitecto, Mariah Borthwick Cheney, y a seis personas más con un hacha. Tiempo después, en 1925, Taliesin se quemó de nuevo por culpa de una conexión eléctrica defectuosa. “Todas las cosas que tenía en este mundo, salvo mi trabajo, se han perdido”, escribió Frank en sus memorias.

Taliesin significa, en galés, “cumbre resplandeciente”. Wright compró una parcela dentro de la finca rural propiedad de su madre y levantó su refugio en el mismo terreno en el que solía jugar de pequeño. La tercera versión de su casa, que hoy sigue en pie de manera bastante precaria, amenazada por los corrimientos de tierra de la colina, fue el lugar donde Wright fundó en 1932 la “primera hermandad Taliesin”, una suerte de escuela donde acudían aspirantes a arquitectos que aprendían construyendo y a los que Wright no pagaba porque no tenía un céntimo, no le llovían precisamente los encargos y además era la época de la Gran Depresión y el país estaba hundido en una larga borrachera existencial.

La historia de este lugar emblemático y las personas que lo habitaron, especialmente las mujeres, es el argumento de la nueva novela de T. C. Boyle, Las mujeres, (perdón por la redundancia), que reconstruye la figura del arquitecto a través de sus amores. Boyle ofrece una versión bastante exacta de Wright, aunque no necesariamente fidedigna. Para ser exactos, más bien se trata de una interpretación parcial y limitada del personaje, como son parciales y limitadas las impresiones que tenemos sobre los demás.

Quien narra es Tadashi Sato, un arquitecto (de ficción) japonés que ha pasado varios años como aprendiz del maestro. Desde las primeras páginas no oculta que su visión de Wright es subjetiva: “Así y todo la cuestión prevalece: ¿conocí o no al hombre que los japoneses venerábamos bajo el nombre de Wrieto-San? ¿Quién fue después de todo?”. Una pregunta que resonará a través de toda la novela, obligándonos a leerla como un ejercicio de exegesis casi nabokoviana, donde la vida humana no es sino una oscura e incompleta versión entre muchas otras versiones.

No es la primera vez que Boyle incursiona en el género de la biografía o de la ficción histórica. El inventor de los cereales Kellogg’s, el sexólogo Alfred C. Kinsey, el explorador Mungo Park. Todos forman parte del universo Boyle, todos son igualmente egomaníacos, talentosos y egoístas, todos sometieron de un modo u otro a un tremendo calvario a las personas que tenían cerca. Las novelas de Boyle están llenas de esta clase de personajes: sujetos complejos y colosales, personalidades abigarradas y excesivas como un retablo barroco.

La prosa acompaña. Su estilo poco tiene que ver con el minimalismo de muchos de sus contemporáneos. Al contrario, Boyle es maximalista, exagerado, satírico, exuberante. Es un John Irving todavía más monumental y ambicioso si cabe, el reverso documental de las novelas de Thomas Pynchon, la versión americana y plebeya de Tolstoi.

Boyle es además un hombre extravagante. Vive en Santa Bárbara, en una vivienda diseñada por el mismo Frank Lloyd Wright. Iba para músico punk, luego lo pensó mejor y se puso a escribir novelas y le fue bien, muy bien. Ha publicado veinte novelas en treinta años y se ha convertido en todo un coleccionista de premios: ha ganado el Guggenheim, el PEN/Faulkner, el PEN/ Malamud, el PEN/ West Literary Prize, la Commonwealth Gold Metal for Literature y el Nacional de las Artes y las Letras por Excelencia en Prosa, así como el prestigioso premio francés Medicis Etranger y seis premios O. Henry de ficción breve. Por si fuera poco, Boyle se considera a sí mismo un showman.

En una entrevista concedida al Paris Review reconoció que muchos escritores eligen esa profesión porque son tímidos, pero que este no es su caso. Si le dieran a elegir, se plantaría todos los días en un escenario y se dedicaría a entretener al público. Y de hecho así lo hizo, en 2011, cuando participó en un festival literario y realizó una performance junto a Patti Smith.

La vida de Wright fue siempre de dominio público desde que en 1909 se fugó a Europa con Mamah Cheney, la esposa de uno de sus clientes. Durante gran parte de la novela, Boyle se las ingenia para hacer a un lado la arquitectura y las concepciones revolucionarias del genio que en plena moda de los rascacielos prefería construir las llamadas “casas de la pradera” a ras del suelo, y se centra en las tres mujeres que lo rodearon: su primera esposa Kitty, fiel y leal madre de seis hijos, Miriam o Mamah, la díscola morfinómana, y Olgivanna, la bailarina serbia con la que Frank compartió el resto de su vida. Pero no se queda ahí.

La extravagancia, la arrogancia y las excentricidades de Wright están bien presentes, afianzando el entramado de la historia, pero no son centrales. Lo que le interesa a Boyle es el fresco social, ese telón de fondo que discurre de manera tangencial, pero que es el verdadero valor de la novela. Frank Lloyd Wright no es sólo el mayor arquitecto estadounidense, sino que es el dedo en la llaga, la repulsa al crecimiento desmedido de las ciudades y a las crisis económicas producto de este crecimiento, a la apoteosis de los barrios suburbanos, a la civilización industrial hacinada y comprimida entre el hormigón y el asfalto. Broadacare City (como llamó a su concepto de ciudad futura rodeada de grandes espacios verdes) o sus Taliesin son ejemplos de entornos humanizados, que fomentan la libertad del individuo (la misma libertad que debieron sentir los primeros colonos del Viejo Oeste).

Boyle reconstruye la vida de Wright tomando como eje justamente el concepto de libertad del arquitecto, aquello que mejor lo define y por lo que dejó atrás mujer e hijos en 1911 para emprender junto a su amante el proyecto de Taliesin.

Este hecho, severamente reprobado por la sociedad norteamericana, no deja de ser una muestra del carácter inconformista de Wright ante el modelo de vida tradicional, que se refleja en su cita: “El amor, si no es correspondido, más que amor se convierte en el peor estado de esclavitud”.

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Por iiarquitectos y arq.com.mx

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